23 de mayo de 2009

Walter Benjamin: infancia y melancolía


“En sus años de juventud, Benjamín mostraba una profunda tristeza. Recuerdo una tarjeta postal de Kart Hiller, en la que éste le reprochaba su “temperamento infeliz”. Quiero suponer que su profundo interés en la naturaleza de la tristeza y sus expresiones literarias que en tantos de sus escritos aparece con un carácter predominante, se relaciona con este rasgo. Al mismo tiempo, la tristeza era en su juventud un elemento de su radicalismo personal, esto es, de aquella desconsideración personal que en muy raras ocasiones entraba en contradicción con la cortesía verdaderamente china que caracterizaba su trato con los hombres”.

Quien retrata de este modo al pensador alemán es uno de sus íntimos amigos de juventud, Gershom Scholem, quien introdujo a Benjamin en el mundo de la Cábala, la tradición mística hebrea. Se conocieron en 1913 y mantuvieron un trato asiduo y fructífero intelectualmente hasta que Scholem emigró a Palestina, siete años después. Después se vieron fugazmente algunas veces y mantuvieron una nutrida correspondencia. Scholem no logró convencer a su amigo para que se arraigue en tierra santa. Tampoco pudo convencerlo para que deje de lado sus preocupaciones marxistas y se dedique de lleno a estudiar la Cabala. No obstante, Benjamin siempre estuvo entre dos mundos, integrándolos, manifestando sus tensiones: teología y política se articulan en el desarrollo de sus Tesis sobre Filosofía de la Historia, la idea del Mesías esperado que se hace presente, no al final de un proceso, sino en medio de los acontecimientos, irrumpiendo en ellos.

El historiador no anticipa el porvenir: su videncia es retroactiva.
“El historiador es un profeta vuelto hacia atrás. Le vuelve las espaldas a su propio tiempo; su mirada de vidente se enciende en las cimas de los acontecimientos anteriores que se sumen en el pretérito. Esta mirada de vidente es aquella a la cual el propio tiempo le es más nítidamente presente que a los contemporáneos que están al día. El historiador avizora su propia época en el médium de fatalidades pasadas. Con eso, ciertamente, se ha terminado para él el sosiego de la narración”.
Una marca "judía" sobre “el valor de la remembranza” o carácter esencial de la experiencia del recuerdo. “Se sabe que a los judíos les estaba vedado investigar el futuro. En cambio, la Thora y la oración los instruyen en la remembranza. Esta les desencantaba el futuro, al que sucumben aquellos que buscan información en los adivinos. Pero no por ello el futuro se les volvía un tiempo homogéneo y vacío a los judíos. Pues en él cada segundo era la pequeña puerta por donde podía entrar el Mesías.”

Entonces, para Benjamin la vinculación con la lectura del pasado, -lectura de ruinas, tanto como lectura de rastros, deriva hacia los objetos que se traduce en coleccionismo y amor al detalle- comanda su manera de estar en el mundo, manera a su vez de estar sin estar del todo en ninguna parte. Manera de estar entre umbrales y pasajes. Vacilación que es parte del temperamento melancólico o saturnino: “Yo vine al mundo bajo el signo de Saturno. La estrella de revolución más lenta, el planeta de las desviaciones y demoras”.

Según Susan Sontag, “ninguno de los proyectos mayores de Benjamin, como su nunca terminada París, capital del siglo XIX, que termina integrándose al Libro de los pasajes, pueden ser comprendidos por completo a menos que captemos cuánto dependen de una teoría de la melancolía”.

W.B. nació en Berlín, el 15 de julio de 1892. A los 20 años empezó a estudiar filosofía en su ciudad natal y en Friburgo. Después se trasladó a Berna, donde concluyó su tesis de licenciatura referida al concepto de crítica de arte en el romanticismo alemán. Empieza a traducir a Baudelaire y escribe un ensayo sobre Las afinidades electivas, de Goethe. Intenta incursionar en la Universidad de Frankfurt, pero su tesis sobre los orígenes del drama alemán es rechazada y se le niega la venia docente. Este es el primero de sus fracasos. Su aspiración de lograr una posición en el campo intelectual que garantice una supervivencia tranquila se ve frustrada. Entonces depende de la manutención de su padre, un anticuario con una considerable fortuna. Sus amigos proyectaron en la relación malavenida con su padre la del propio Franz Kafka con su progenitor. Benjamin dedicó uno de sus más brillantes ensayos a la obra de Kafka. Kafka constela en su obra en otros sentidos, como ya veremos. También podríamos hablar de afinidades electivas entre ambos escritores.

En 1918 se casa, pero su matrimonio se disuelve 3 años después. Tiene un hijo, pero prácticamente no se relaciona con él. Su hijo partirá con la ex esposa de Benjamin rumbo a Inglaterra, cuando Alemania deja de ser un territorio seguro.

En 1927 comienza a traducir a Proust. En el 30 dedica ensayos de crítica literaria a la obra de Brecht, de quien fue amigo, (en los años de exilio lo hospedó un tiempo en su casa de Dinamarca), Gide, Kafka, Valery y Karl Krauss.

Su padre había quebrado, así que Benjamin quedó librado a sus propias fuerzas. Que no eran muchas: de hecho, fueron sus problemas económicos, sumados a la llegada de los nazis al poder, los factores que determinaron su exilio en París, en 1933. Allí se sostuvo con los magros ingresos que le proporcionaba el Instituto de Instituto de Investigación Social, fundado por el filósofo y sociólogo Max Hokheimer hacia finales de los años veinte. Es en este período que viaja a Dinamarca y también está una breve temporada en San Remo, adonde va a visitarlo Theodor Adorno, su discípulo, con quien en ese tiempo las relaciones ya no estaban muy bien. En esos años de París se enfrasca en la investigación y elaboración de su proyecto más ambicioso, El Libro de los Pasajes: una vasta indagación acerca de la prehistoria de la modernidad, que quedó inconcluso. El había empezado esta obra en Berlín,y había escrito algunos textos preliminares a esa gran empresa: Paris, capital del siglo XIX (35), El París del 2do imperio en Baudelarie (38) y Sobre algunos temas en Baudelaire (39).

Esta obra es emblema de la fase última del pensamiento de Benjamin. La idea era producir un constructo teórico sólido, a partir de los detalles y pormenores más pequeños, como si fueran ladrillos del gran edificio de la obra total. Así, se interesa por la moda, los anticuarios, los coleccionistas, las catacumbas, el aburrimiento (tan baudeleriano), el caricaturismo, la litografia, las casas del prostitución, el juego, el flaneur… Según uno crítico español, Jordi Llovet, esta operatoria barroca se relaciona con la actitud de considerar los “monumentos” de la burguesía y todo documento histórico como un edificio en ruinas antes que llegara a desmoronarse, si se pretendía dar cuenta fiable de los procesos de la historia. Aquí volvemos a recordar el rol del historiador en sus tesis sobre filosofía de la historia.

Volviendo a los últimos momentos en la vida de Benjamin, en 1940, ante el avance de los nazis sobre París, intenta cruzar a pie por los Pirineos la frontera hacia España. Tenía ya su visado para llegar a Estados Unidos, que le había conseguido Horkheimer, quien ya estaba allí. Pero los gendarmes franquistas no lo dejaron pasar. Con un fuerte sentimiento de desolación y derrota _otra más- , Benjamin se quitó la vida en una posada de Port Bou. Tenía 48 años.

En ese acto final varios de sus amigos vieron la consumación de un carácter. Y la épica del fracaso. Benjamin ya había pensado alguna vez en terminar con su vida. Incluso escribió su testamento. Pero no puede reducirse a la mera desesperación personal, a un impulso depresivo, este acto, que es en algún sentido, un acto político. Desde la visión melancólica, la imposibilidad de cruzar esa (última) frontera –imposibilidad impuesta desde afuera, porque “llega tarde” o porque los otros llegaron antes- es solidaria a esta imagen de quien mira las ruinas del pasado y en ellas, el horror del propio presente.

“Una figura que el desasosiego de su fecundidad arriesga siempre, frente a la cultura diagramada y establecida, el papel de derrotado, el de desertor de lógicas de consagración en cada una de sus inmersiones reflexivas” dice Nicolás Casullo.


INFANCIA EN BERLÍN
Recordábamos que en esos últimos años, a excepción de tres de los trabajos que había publicado en revistas, mientras preparaba su Obra de los Pasajes, Benjamin se entregaba a la rememoración. Entre un mundo sido –el del Berlín de 1900, el de su infancia, el de una cultura urbana pre-moderna- y el París que se abre en boulevares, tratando de comprender de qué mundo se viene y en aquello que se deja atrás, el presente en su pujanza.
Berlín es el lugar de la infancia. Y es el lugar de la melancolía, en esa luz azul que, dice, yace su Postdam. La luz azul da coloración a sus paseos por la plaza de la mano de su madre, la luz y la nieve tras la ventana, uno de los miradores preferidos para contemplar el paisaje de la propia niñez. Entonces, junto a la luz, el vidrio, muchas veces empañado por el contraste entre el frío exterior y la calidez mullida del hogar. La visión carece de nitidez absoluta. Está envuelta en el ensueño. Las palabras portan su propia atmósfera:
Ha conservado lo inescrutable de lo que contienen las palabras de la infancia que le salen al paso al adulto (Caza de mariposas). El haberlas silenciado durante largo tiempo las transfiguró. …


Berlín es el lugar de la infancia donde es posible extraviarse.
Para Benjamin el perderse en la ciudad es una especie de programa para penetrarla y conocerla. Así comienza precisamente este itinerario de la memoria por la calles de Berlín: Tiergarten: página 15. Importa poco no saber orientarse en una ciudad. Perderse, en cambio, en una ciudad como quien se pierde en el bosque, requiere aprendizaje. Los rótulos de las calles deben entonces hablar al que va errando como el crujir de las ramas secas, y las callejuelas de los barrios céntricos reflejarle las horas del día tan claramente como las hondonadas del monte. Este arte lo aprendí tarde, cumpliéndose así el sueño del que los laberintos sobre el papel secante de mis cuadernos fueron los primeros rastros.

Es muy interesante la interpretación que hace Susan Sontag (Bajo el signo de Saturno) con respecto a la relación del melancólico con el espacio:
“Para el personaje nacido bajo el signo de Saturno, el tiempo es el medio de la coacción, de la inadecuación, de la repetición, mera realización. En el tiempo, se es sólo lo que se es: lo que siempre se ha sido. En el espacio, se puede ser otra persona. El escaso sentido de la orientación de Benjamin y su incapacidad de leer un callejero se convierten en su amor a los viajes y en su dominio del arte de extraviarse. El tiempo no nos da mucho plazo: nos lanza desde atrás, sopla sobre nosotros por el estrecho embudo del presente hacia el futuro. Pero el espacio es ancho, lleno de posibilidades, posiciones, intersecciones, pasajes, giros, giros en U, callejones sin saluda y calles de un solo sentido.”

Pero incluso el espacio de su infancia, pródigo en posibilidades, aun, puede ser un territorio inestable. La excitación en vísperas de un viaje, que se anuncia al niño en la franja de luz debajo de la puerta del dormitorio (otra vez la luz en la atmósfera de la remembranza), y que, al regresar, se siente un apátrida de su propio hogar, de modo que hasta las más perdidas de las cuevas de algún sótano donde ya ardía la lámpara, le parecía envidiable comparándola con su casa que oscurecía en el Oeste.


EL MUNDO DE LAS COSAS

Hay viajes más cercanos, recónditos.
En el interior de la casa, el viaje al mundo de los objetos.
Deseados, familiares, aunque asimismo inasibles (cualidad acaso de lo siniestro: su familiaridad y extrañeza). En Una mañana de invierno, la aspiración del fruto:

Era un viaje por el oscuro país del calor de la estufa. (36) Allí estaba el oscuro y caliente fruto, la manzana, que se me presentaba familiar y no obstante, cambiado, como un buen conocido que hubiera salido de viaje. (36 – leer hasta tal vez lo tuviera miles de veces… ). Pero ese lugar de su infancia burguesa, confortable, portaba en sí el germen de su propia disolución: Tardé mucho hasta que me di cuenta de que la esperanza de conseguir una posición y tener el pan asegurado siempre había sido vana”. En la evocación del deseo (del fruto y del fuego en la seguridad de la casa, cuando aun no se insinuaban las tragedias bélicas por venir), está la huella psíquica del fracaso. “Tardé mucho en comprender…” dice, y otra vez la demora, el tiempo fuera de coyuntura, para decirlo en términos marxistas, signando la tragedia de la propia vida, anudando la tragedia personal con uno de los momentos más oscuros de la humanidad.

Es sensible en Benjamin otro deseo: el de traspasar las fronteras de la propia clase.
En esta infancia evocada, están sus incursiones por lugares prohibidos: los extramuros donde habitan mendigos y prostitutas. Hay un mundo allá fuera. Él se introduce a ese mundo como un flaneur, esa figura cara a la semblanza que trazó de Baudelaire, el paseante de la ciudad. O un espía del otro lado de la ventana / mundo.
Cuando niño, el espectáculo de la muerte sórdida de los hospitales lo atrae: en Benjamin hay, como ha sido señalado, una fuerte pulsión tanática, anterior al acto final y desesperado de Port Bou. El niño evocado se angustia ante las ventanas cerradas del hospital; quiere ver…, como el Angel de la Muerte: Puede que los judíos, cuando oyeran hablar del Angel de la Muerte que con su dedo señalaba las casas de los egipcios cuyos primogénitos debían morir, se figurasen estas casas con el mismo horror que yo las ventanas que permanecían cerradas.”

Sensible a ese mundo al que no pertenece, se aboca investigar el funcionamiento de un juego. El interés por el universo de la infancia no se acota a sus solas memorias. Benjamin ha dedicado muchas páginas a la educación, el juego, los libros infantiles.
El niño burgués se asoma al mundo de los pobres y trabajadores también a través del juego /máquina, un simulador de parte de ese mundo que se le escamotea. Se trata una mina animada que contiene una caja de cristal, donde se mueven al compás puntual de un mecanismo de relojería pequeños mineros y capataces de minas con carros, martillos y linternas. “Este juguete, si se me permite decirlo - dice el narrador-, pertenecía a una época que concedía también al niño de la rica burguesía echar un vistazo al mundo del trabajo y de las máquinas. “

Estas máquinas, a la manera de Kafka, revelan los mecanismos de sujeción de un poder “invisible”. Lo que se vuelve visible es la clase dominada, como En la colonia penitenciaria lo visible es la máquina, el condenado y la sentencia que multiplicidad de agujas van inscribiendo en su cuerpo.
También “kafkiano” es la soberanía intimidante de ciertos objetos. Objetos que acechan en los pliegues de la casa.
Su relato El costurero (113), es otro mundo en miniatura. Un mundo relacionado con la madre y su ritual silencioso: el de armar y reparar. Un ritual de orden que, sin embargo, guarda en un fondo de caos. A veces, la caja de costura no parece una caja de costura. En el nivel superficial, se ordenan los carretes, junto a las tijeras y las libretas negras con las agujas. Pero debajo de nivel, hay el caos de hilos sueltos, elásticos, botones de formas y tamaños diversos… En este punto Benjamin hace mención a Odradek, el nombre del carretel de hilo que aparece en el relato de Kafka, Preocupaciones de un padre de familia. Dice Benjamin sobre este siniestro personaje-cosa (no en este libro, sino en uno de sus ensayos contenido en Angelus Novus): “El más extraño bastardo que la prehistoria haya engendrado mediante la culpa es Odradek. El poeta suele llamar cuitas del padre de flia a las que merodean elocuentes y enigmáticas por las escaleras y los rincones.
“Odradek se aloja, según los casos, en desvanes, escaleras, corredores, vestíbulos” es como si estuviera acechando en los “pliegues” de la casa. Para Benjamín “es la forma que las cosas asumen en el olvido. Se deforman, se vuelven irreconocibles. Tal es la `preocupación del padre` de quien nadie sabe qué es”.

Esa fascinación –que es temor también- por los objetos perfila su pasión por el coleccionismo y la miniatura. Rasgo asimismo melancólico: el amor desmedido por los objetos, no por un interés materialista, sino más bien por la historia de las cosas. Como el historiador que vuelve la mirada al pasado e investiga las ruinas, los restos y las huellas condensan los sentidos de la totalidad.
Así como el costurero puede ser un mundo donde reinan paralelos el orden y el caos, (la organización de ese micromundo en manos de la madre) en los Armarios (102) los objetos se acumulan sin orden ni concierto. El coleccionista es un acopiador de tradiciones –de historias, de posibilidades de desarrollar historias con esos objetos- pero a la maniera barroca. Procede por acumulación y la sintaxis entre esos objetos resulta inesperada.
“Yo no pensaba conservar lo nuevo, sino renovar lo antiguo. Renovar lo antiguo mediante su posesión era el objeto de la colección que se me amontonaba en los cajones. Cada piedra que encontraba, cada flor que cogía y cada mariposa capturada, todo lo que poseía era para mí una colección única. “Ordenar” hubiese significado destruir una obra llena de castañas con púas, papeles de estaño, cubos de madera, cactus y pfennings de cobre que eran, respectivamente manguales, un tesoro de plata, ataúdes, palos de tótem y escudos. De esta manera creían y se transformaban los bienes de la infancia en los anaqueles, cajas y cajones”.


EL ANGEL DE BENJAMIN
Finalmente, llegamos al ANGEL. Teníamos que pensar en un motivo navideño en relación con Benjamin y lo hallamos entre sus recuerdos de infancia de una navidad que le revela sentidos que perdurarán en el tiempo. Determinantes para toda su vida adulta. Benjamin angelado. El cuento se llama “Un ángel de Navidad” (99). Un ángel bien distinto a este acompañaría a la etapa más intelectualmente fructífera de su vida adulta.
Se trata de Angelus Novus, el dibujo acuarelado de Paul Klee, que Benjamin adquirió y seguramente, fue su más preciada posesión. Ese dibujo fue cedido en testamento a su amigo Gershom Scholem. Benjamin, que alguna vez firmó artículos con el seudónimo de Agesilaus Santander (jugando nuevamente con el término angélico), escribió en sus tesis para una filosofía de la historia la alegoría más potente, sólo comparable en su carácter de admonición al “no es posible escribir poesía después de Auschwitz”, de Theodor Adorno. Visión que sigue interpelando de cara al pasado, como el ángel del Apocalipsis, al presente por-venir.

“Hay un cuadro de Klee que se llama Angelus Novus. En él está representado un ángel que parece como si estuviese a punto de alejarse de algo que mira atónitamente. Sus ojos están desmesuradamente abiertos, abierta su boca, las alas tendidas. El ángel de la historia ha de tener ese aspecto. Tiene el rostro vuelto hacia el pasado. En lo que a nosotros nos aparece como una cadena de acontecimientos, él ve una sola catástrofe, que incesantemente apila ruina sobre ruina y se las arroja a sus pies. Bien quisiera demorarse, despertar a los muertos y volver a juntar lo destrozado. Pero una tempestad sopla desde el Paraíso, que se ha enredado en sus alas y es tan fuerte que el ángel ya no puede plegarlas. Esta tempestad lo arrastra irresistiblemente hacia el futuro, al que vuelve las espaldas, mientras el cúmulo de ruinas crece ante él hasta el cielo. Esta tempestad es lo que llamamos progreso. “

Texto de mi autoría, preparado para una charla en el Instituto Goethe (diciembre de 2007).

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