19 de agosto de 2009

Córdoba, ciudad de frontera (II)


3. Aún no ha sido estudiada con la profundidad necesaria la gestación de esa efectiva experiencia que estalló en Córdoba en 1918. Reducida a mero resultado de la presión de “causas” nacionales e internacionales de indudable gravitación –como el fenómeno yrigoyenista, los conflictos sociales y la revolución bolvechique-, lo que todavía permanece en secreto es la trama viva de los nexos intelectuales que dieron voz, de manera súbita y acabada, a una filosofía convertida en práctica. Y con una potencialidad expansiva tal que sus contenidos esenciales y hasta sus formas expresivas habrán de constituir el humus cultural del sindicalismo sudamericano. Si en la historia de los pueblos hay mmentos de vida intensamente colectivos que fijan para siempre sus mitos de origen, Córdoba será desde ese momento en adelante la ciudad donde se gestó la Reforma sus intelectuales quedrán marcados con este sello indeleble. Su entidad misma se definirá en esta marca, no importa cual haya sido su postura concreta.
Es posible pensar que por esos años Córdoba fue un laboratorio político y cultural de mayor relevancia y gravitación que las pobrísimas presentaciones que hacen de ella sus cronistas. No lo sabemos, pero sólo presumiendo que sí lo era podemos entender la eclosión de tamaña proyección y envergadura. De todos, sin ser todavía capaces de develar el secreto de un fenómeno que apareció ante sus propios protagonistas como un rayo en un cielo sereno, podemos reconocer en el núcleo generado en torno a la Reforma ciertas características que se mantendrán hasta su consumación en los años 70.

Para los intelectuales de la generación que vivió esa experiencia, demás de los problemas ideoólicos y filosóficos que pudieran compartir con los intelectuales porteños, exitían otros que a partir de ella adquirieron una connotación particular. El primero versaba precisamente sobre la necesidad de darse un identidad cultural que los distinguiera.

Expresando una nueva sensibilidad que emanaba de la conciencia de formar parte de una generación de ruptura con la anterior introdujeron una verdadera divisoria de aguas respecto de s relación con Europa. Acaso por primera vez luedo de un siglo se sintieron americanos. Desde el Manifiesto liminar redactado por Deodoro Roca a las Reflexiones sobre el ideal político de América escritas en el mismo año por Saúl Taborda, un idéntico tono profético, una compartida tarea de realizar por los intelectuales los mancomuna. “Europa ha fracasado –dice Taborda-. Ya no ha de guiar al mundo. América, que conoce su proceso evolutivo y así también las causas de su derrota, puede y debe encender el fuego sagrado de la civilización con las enseñanzas de la historia. ¿Cómo? Revisando, corrigiendo, depurando y trasmutando los valores antiguos; en una palabra rectificando a Europa”. La tradición argentina dejaba de ser la compuesta por las clases dirigentes que condujeron su evolución histórica. Era preciso reconstituirla volviendo los ojos a la singularidad americana. La conquista de una identidad plena seguía pendiente, pero alcanzarla suponía torcer un rumbo histórico. No era suficiente construir –como aclara en 1933-, en realidad había que regenerar.
El segundo, problema, y estrechamente vinculado al primero, hacía referencia a una precisa y determinada colocación social del intelectual respecto de esta tarea. A él le correspondía proponérsela e intentar llevarla a cabo. De hombre de ideas, condenado siempre a separar intelecto y vida, el intelectual debía convertirse en político práctico manteniendo la dimensión cultural de su propuesta regeneracional en un movimiento autónomo de los partidos políticos. La Reforma misma debía convertirse en partido político. Nacida en el interior de la universidad pero con propósitos en cierto modo universalistas, la Reforma debía contribuir a formar “una nueva generación histórica”, una suerte de nueva clase política en condiciones de asumir, por sus condiciones morales y por la virtud de sus ideales, la gestión del poder.
El fatigoso proceso de conquista de una nueva identidad vinculado a la autoconciencia de la excepcionalidad de su función histórica contribuye a explicar el tono profético que nunca abandonó su discurso y que fue compartido por los reformistas de otros países latinoamericanos. Pero, además, da cuenta del sentido misional que daba a su labor cultural y política. Los intelectuales de la Reforma se sentían llamados a emprender una tarea pedagógica que se les presentaba como determinante y a la que entendían como un proceso de fusión de intelecto y vida, en el sentido gramsciano del pasaje del saber al comprender. No por azar el movimiento político más directamente vinculado a la herencia de la Reforma, el aprismo, se presentó en un comienzo como un frente de los trabajadores manuales e intelectuales, y la experiencia de las universidades populares protagonizada por los intelectuales reformistas se extendió a toda América. Todo lo cual explica el carácter fuertemente romántico de sus actitudes y de sus escritos.

En la medida que el movimiento reformista se expandió de su lugar de origen al resto del país y de América, estas características que señaló penetraron en el mundo de valores y en los comportamientos ya ctitudes de otros tejidos intelectuales. Pero lo que pretendo remarcar es que caracterizaron y otorgaron una fisonomía particular del mundo intelectual cordobés. Y desde esta perspectiva debería intentarse una reconstrucción más puntual de sus orientaciones culturales y del conjunto de manifestaciones de su espíritu público.

4. Un segundo momento en la historia de la cultura cordobesa que me interesa presentar es el de la revista Facundo y del núcleo intelectual organizado en torno a una figura de fundamental importancia en el movimiento de la Reforma, Saúl Taborda. Su presencia en uno y otro momento indica la necesaria relación de continuidad que es preciso establecer entre ambos. Y sin embargo, la circunstancia histórica es distinta. Ha fracasado el sueño 9mposible de una Reforma hecha política: el golpe de Estado de 1930 ha destruido un orde nconstitucional que se mantuvo por más de medio siglo sustituyéndolo por otro ilegímitmo y de legalidad viciada por el fraude y la intolerancia política e ideológica; la decadencia de la sociedad europea pone en cuestión las bases del Estado liberal representativo. La experiencia soviética, la crisis de la democracia y la expansión del fascismo tiñen una época a la que Taborda define “por la búsqueda desesperada de nuevas formas políticas y sociales”. Frente a una crisis radical de los fundamentos de Occidente la tarea refeneracional se impone por la propia fuerza de las circunstancias. Pero no se evidencia en la sociedad argentina la existencia de fuerzas sociales capaces de llevar adelante un proyecto de esta naturaleza. El discurso ideológico que imaginó transformarse en política bajo el impulso obnubilante del movimiento reformista, en las condiciones de los años `30 no puede ser otra cosa que doctrinario reconstructivo.
La revista Facundo se propuso eso. Hablarle a un interlocutor imaginario de los fundamentos históricos y culturales que permitían dar en la Argentina una respuesta puntual, y no contradictoria con la tradición comunal hispánica de neustra herencia, al problema general de las nuevas formas políticas y sociales requeridas por un mundo en crisis de valores. Se comprende por qué un examen con esta orientación debía despertar fuertes sospechas entre los intelectuales liberales y del progresismo laico porteño. Recordemos simplementa la condena a que esta búsqueda fue sometida por un intelectual de firmes convicciones democráticas como José P. Barreiro. Imposible de ser clasificado en ninguna de las vertientes del nacionalismo reaccionario o populista por su clara vocación democrática y antifascista. Taborda fue al principio incomprendido y luego olvidado. Pero junto al olvido de su figura de filósofo, pedagogo y crítico político original y profundo, quedó sepultada también la problemática que había motivado sus reflexiones y la de su grupo. Uno de los momentos más felices y creativos de la cultura cordobesa, que retomaba los dilemas de una sociedad mal constituida abordados por un conjunto de intelectuales del interior en cierto modo marginales a la cultura dominante, fue sustraída al gran debate de ideas que reclamaba una sociedad dequiciada y sin rumbo.
Al igual que en los años `20, la preocupación de Taborda sigue siendo el divorcio del intelectual con las masas. Pero en las nuevas condiciones del país este tema habrá de generalizarse comprometiendo a la izquierda comunista y al nacionalismo de corte populista. Las respuestas que ambos dieron a la cuestión distaba de la que a través de un original relevamiento histórico ofreció Taborda. Aunque más no sea porque su diagnóstico pesimista de la vitalidad de un sistema político viciado por la corrupcion no custionaba el principio de la soberanía popular, sino que lo dilataba hasta identificarlo con el principio “cada vez más claro, cada vez más autogobierno estuvo en el origen de la democracia argentina, los argentinos podían tener onciencia de ser una comunidad. Típico intelectual de frontera. Taborda fusionaba en su discurso no sólo las vertientes del comunalismo hispánico, sino también sus lecturas del ideario anarquista, de la filosofía alemana y de la experiencia soviética que seguía con profundo interés. Si la tarea fundamental debía ser la de la instauración de un nuevo cosmos espiritual, ¿cuál debía ser el camino a emprender para purificar la vida política devolviéndole su recto sentido? Taborda no tenía respuesta alguna al problema, aunque defendía el proyecto de una democracia funcional basada en la Comuna como institución de base. La mitasión de encontrar una “fórmula salvadora” no podía ser encomendada al partido político, puesto que –según sus palabras- a ningún partido se le puede pedir que se suicide, ni existía tampoco fuerza social alguna capaz de constituir se en su soporte. Frente a la ausencia de efectivos protagonistas del cambio, el discurso concluía retomando a las manos de quienes habían proyectado una misión sin destinatario posible: los propios intelectuales. Pero lo que Taborda comprendió, y los demás no, es que esta contradicción era del orden de lo real y no simplemente de lo imaginario. Entre intelectuales y sociedad existía un hiato que no debía ser resuelto colocando al intelectual al servicio del príncipe, sino batallando con obstinación por dotar, mediante una reflexión comprensiva y creadora, de formas adecuadas a la expresión de la conciencia de los argentinos, para que nuestra tierra fuera “una tierra de productores que plasman en creaciones originales la eternidad de su nombre”.
¿Una tarea imposible? Tal vez lo fuera, pero el hecho paradójico consiste en que habiendo la historia adoptado otro camino, seguimos en el laberinto sin poder todavìa resolver el problema frente al cual Taborda ensayó una respuesta. Las grandes cuestiones que quedaron irresueltas por el modo concreto en que se constituyó la Nación, y que la incapacidad de los partidos políticos no les permitió modificar, son hoy en partes distintas de las que con inteligencia crítica enumeró Taborda. Pero el diseño de una política de reformas sigue sin encontrar quién pueda llevarlas a cabo. Y estando así las cosas y habiéndose ensayado todo tipo de fórmulas salvadoras, no parece existir otro camino para el trabajo intelectual que aquel que en los difíciles años `30 se empeñó en transitar una pléyade de intelectuales cordobeses, hijos todos de la Reforma, erosionando cualquier tipo de especialismo y cruzando los discursos culturales con los políticos, organizando instituciones de resistencia al fascismo, la guerra y el abuso de poder, creando periódicos y revistas que aún hoy nos siguen pareciendo precursoras. Tal el caso de un Deodoro Roca, por ejemplo, de cuya iniciativa, ingenio y voluntad surgieron publicaciones como Flecha o Las Comunas. Y es en esta última publicación donde el tema de las ciudades puede ser por primera vez abordado de manera integral en una perspectiva de análisis abierta por el ensayo, también precursor, de Taborda sobre Córdoba o la concepción etnopolítica de la ciudad.

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